La democracia en España supuso un salto histórico innegable.
El fin de una dictadura y el inicio de un Estado de bienestar que, sin duda, es mucho más amplio y sólido que hace medio siglo. Sin embargo, con el paso de los años también se han hecho visibles las grietas.
Hoy, muchos ciudadanos no perciben la democracia como un sistema de libertades plenas, sino como un entramado de leyes, impuestos, tasas y disposiciones del BOE que condicionan la vida diaria sin que nadie pregunte al pueblo. El sueño de la Transición, que en su momento fue un avance indiscutible, también dejó beneficiados claros: los grandes partidos y las élites políticas que supieron asentarse en el nuevo escenario.
La entrada en la Unión Europea trajo modernización y fondos, sí, pero también un precio elevado: desmantelamiento industrial, pérdida de potencia en el acero, el textil, la construcción naval y el campo. Hoy la agricultura y la ganadería se resisten, pero las sucesivas normativas amenazan con hacer inviable lo que siempre fue motor de este país.
Mientras tanto, la realidad golpea: cesta de la compra prohibitiva, alquileres imposibles, jóvenes que no logran emanciparse, trenes y carreteras sin inversión, y un país que parece vivir patas arriba. Eso sí, dinero no falta para armamento o para subvencionar asociaciones en el marco de la política exterior.
La democracia, nos dicen, sigue siendo sinónimo de progreso. Y lo es, en comparación con lo que había antes. Pero tras décadas de recorrido, muchos se preguntan si los sacrificios fueron demasiado grandes, si el bienestar prometido se reparte de forma justa o si, en el fondo, España sigue siendo un gran país con ciudadanos que hacen malabares para llegar a fin de mes.
