Hay decisiones políticas que llegan envueltas en el envoltorio perfecto: “es por tu seguridad”, “es para protegerte”, “es una mejora para todos”.

Sin embargo, a veces basta con rascar un poco para descubrir que lo que parece una medida inocente encierra implicaciones profundas y preguntas que nadie responde. La nueva baliza V16 conectada, obligatoria a partir del 1 de enero, es uno de esos ejemplos que merecen una reflexión seria.

Más de 30 millones de vehículos en España deberán adquirir este dispositivo que incorpora GPS y una eSIM con conectividad permanente durante doce años. La explicación oficial habla de seguridad vial, pero para otros empieza a parecer un sistema de seguimiento obligatorio que se aceptará sin debate público, sin transparencia y sin una auditoría real sobre lo que puede llegar a hacer. Y es legítimo preguntarse si realmente necesitamos que un objeto conectado las 24 horas viaje con nosotros en el coche para sustituir a un triángulo que no rastrea, no transmite datos y no requiere mantenimiento digital.

El debate ha estallado definitivamente gracias al vídeo viral del conocido abogado en redes, “@abogadodetiktok”, que ha puesto encima de la mesa preguntas que cualquiera podría hacerse… pero que nadie en la administración parece interesado en responder. Él ha sido quien ha advertido que esta obligación implica un mercado multimillonario —más de 1.500 millones de euros— y que conviene mirar con lupa quién fabrica, quién decide y quién se beneficia. Lo que expone no es una teoría conspirativa, sino preguntas legítimas: ¿por qué algunos fabricantes tenían listas las balizas antes de que se publicara la normativa? ¿Por qué esta solución y no otra menos intrusiva? ¿Por qué tan deprisa? Y, sobre todo: ¿por qué tan opaco?

A esto se suman las dudas más inquietantes. Se asegura que la baliza solo enviará la ubicación cuando el conductor la active por avería. Pero el propio diseño del dispositivo incluye un chip GPS y una eSIM con conectividad permanente. ¿De verdad se espera que creamos que un aparato conectado todo el tiempo nunca transmitirá datos salvo en momentos puntuales? ¿Quién garantiza que no lo haga? ¿Quién audita su funcionamiento? ¿Quién controla que no haya fallos, accesos indebidos o hackeos? Porque si algo hemos aprendido en esta década es que todo lo digital puede ser vulnerado. Y cuando lo que está en juego es la ubicación exacta de un ciudadano, las “dudas razonables” deben ser atendidas con la máxima seriedad.

El Reglamento Europeo de Protección de Datos es claro cuando establece el principio de intervención mínima: solo se pueden recoger los datos estrictamente necesarios para un fin concreto. Por eso la pregunta pesa más todavía: ¿es necesario un dispositivo conectado de forma permanente? ¿No había una alternativa menos intrusiva? ¿Es imprescindible? Cuesta creerlo.

Aquí conviene detenerse un momento. Somos una generación criada en las puertas de la democracia, hijos e hijas de una época en la que nuestros padres y abuelos lucharon —a veces en silencio, a veces pagando un precio muy alto— por libertades que hoy damos por sentadas. Permíteme, querido lector —votes a quien votes, pienses como pienses— recordar que esta generación aprendió que la libertad se protege pensando, dudando, cuestionando lo que nos imponen. Precisamente por respeto a quienes, antes que nosotros, pelearon para que pudiéramos vivir sin miedo y sin vigilancia, este tema merece una reflexión profunda. No sobre partidos, sino sobre principios.

Además del riesgo de control, hay otro debate evidente: somos una sociedad cada vez más digital y, justamente por eso, cada vez más vulnerable. Hemos visto cómo, cuando falla un sistema informático, una ciudad entera puede quedarse paralizada. Lo hemos visto en apagones, caídas bancarias, bloqueos administrativos. Lo analógico, por sencillo que parezca, es lo que sigue funcionando cuando lo demás se desploma.

Y este escenario conecta con otra cuestión igualmente relevante: el dinero. Cada año desaparece un poco más el efectivo. Los jóvenes pagan todo con tarjeta, incluso pequeñas compras. Y aunque sea cómodo, implica perder una libertad esencial: el anonimato del gasto, la autonomía, la independencia real. Un pago digital siempre deja rastro; es una huella que se almacena, se perfila y se analiza. El dinero físico es libertad; el digital es permiso. No se trata de defraudar —quien quiera defraudar lo hará por otros medios—, sino de que tu dinero sea tuyo, tangible, utilizable incluso cuando los sistemas fallan. Si los cajeros caen o la banca se bloquea, simplemente no tienes acceso a lo que es tuyo.

Visto todo en conjunto, la baliza conectada es solo un eslabón más en un camino que avanza sin pausa: dispositivos obligatorios, administraciones que exigen el móvil para todo, infraestructuras que rastrean, coches conectados permanentemente, pagos monitorizados, ciudades inteligentes que registran movimientos y una dependencia tecnológica que crece cada día. No es paranoia; es sentido de responsabilidad ciudadana. Las democracias no desaparecen de golpe: se erosionan a golpe de pequeñas imposiciones que se aceptan sin pensar.

La seguridad vial es necesaria. La innovación, bienvenida. Pero la libertad no es negociable. Antes de aceptar sin cuestionarlo un dispositivo que sabe dónde estás en todo momento y que podría transmitir información sobre tus movimientos, conviene plantearse la pregunta que debería abrir cualquier debate cívico maduro: ¿necesitamos más control o más transparencia?

Porque cuando se combinan conectividad obligatoria, pérdida de efectivo, dependencia digital y opacidad institucional, el resultado no es más seguridad, sino más vulnerabilidad. Este es el momento de reflexionar. Cuando todo esté implantado, quizá ya no podamos hacerlo.

Por César Martínez.